Dentro
de pocas horas cumpliré ciento once años. La vida ha sido generosa conmigo, sin
duda; cuantiosamente espléndida en momentos y ocasiones con los que atiborrar
este tiempo que consumimos y este deambular en el que callejeamos según el
capricho de los vientos y el talante de remos y remeros. Un número curioso.
Disfruto escribiéndolo en medio de estas líneas que fluyen de mi viejo lápiz.
Siento un gran placer dejando las palabras surgir y descansar, embebidas en el
papel, contemplando mi mano, escuálida y envejecida, deslizándose línea tras
línea con casi la misma ligereza de siempre.
Hace
años me empeñaba en hacer un balance final de esta caminata que me ha tocado
abrazar. Intentaba convencerme de que había merecido la pena. Intentaba dejar a
un lado la idea de que otros habían logrado un resultado más satisfactorio
gracias a que sus cartas habían sido mejores que las mías, o su destreza en el
juego más atinada, o quizá ambas. Intentaba realzar lo valioso para distraer la
desazón por lo insatisfactorio.
Ya
no me interesa el balance. En la vejez de la vejez, mis tiempos de hacer
cuentas han pasado. Tan sólo queda ese soplo de aire que entra deslizándose
entre mis labios, y el espléndido sabor que deja al pasar.